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Por Pilar Mármol, Programa de Prevención de la Violencia contra las Mujeres de CIPREVICA

No recuerdo exactamente en qué momento preciso decidí asumirme como feminista. Lo que sí puedo asegurar es que hasta ahora, encontrarme con el feminismo y sus diferentes planteamientos, sigue siendo un proceso de constante cuestionamiento y desaprendizaje, de quitarme vendas de los ojos y de deshacerme de miedos, y por lo tanto, de tratar -aunque no siempre es fácil- de ser feliz.

Ser mujer en esta sociedad patriarcal, es encontrarte ya en una situación de riesgo. Ser mujer y además feminista, es un reto aun mayor, porque conlleva el rechazo y la incomprensión de las personas del círculo cercano, y desde luego, la antipatía del resto del mundo, que aún ve al feminismo y a las feministas como “extremistas”. Personalmente, me es difícil comprender cómo a estas alturas de la historia, aun con todos los pasos que las mujeres hemos dado para el reconocimiento «formal» de nuestros derechos, nuestra condición de seres humanos con potestad de ser y estar en el mundo, siga siendo cuestionada en las relaciones sociales cotidianas.

Podría dar muchos ejemplos en los que se pone en evidencia ese imaginario colectivo que concibe a las mujeres como seres subalternos e inferiores, pero en este espacio me referiré al aún inalcanzable derecho a decidir de las mujeres, cuya discusión se ha dado principalmente, en el ámbito de los derechos sexuales y reproductivos, como derechos humanos. Y no es para menos, si comprendemos que el control sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres es un bastión fundamental del sistema patriarcal.

Esta sociedad ha decidido que nuestro sexo biológico determina quiénes debemos ser, los roles que debemos de cumplir, los espacios que debemos ocupar, el camino que debemos seguir, el destino prefijado que debemos alcanzar, etc. Vemos todos los días en los medios de comunicación y en las redes sociales, casos sobre violencia sexual en contra de niñas, adolescentes y mujeres, casos en los que, como consecuencia de esta aberración, regularmente es alguien más quien decide que las víctimas deben asumir el embarazo y la maternidad resultantes de la violación sexual, con lo cual estamos frente a miles de casos de embarazo forzado y de maternidad forzada en nuestra sociedad.

Las instituciones del poder patriarcal –como la familia, las iglesias, el derecho y el matrimonio- han decidido que el amor romántico y heterosexual son las únicas formas “normales” de amar, que el ejercicio cotidiano de la sexualidad solo es válido en el marco del matrimonio y con fines estrictamente reproductivos, y que la familia es la base de la sociedad, aun cuando las cifras estadísticas revelan que este es el espacio en donde suele ocurrir el mayor número de hechos de violencia contra las mujeres adultas y menores. Estas mismas instituciones pretenden decidir también cómo las mujeres nos debemos vestir y comportar para ser “dignas de respeto”, pues de no cumplir con las normas establecidas para ello, debemos sentir culpa de nuestra decisión de transgredir ese orden establecido, porque desde esa perspectiva, estamos atentando contra la moral y la sociedad.

Todas esas instituciones patriarcales nos han expropiado a las mujeres del derecho a decidir quiénes queremos ser y qué queremos hacer. Encontrarme con el feminismo, en medio de esta sociedad patriarcal, ha sido fundamental para ir costruyendo el ejercicio inacabado de la autonomía y, finalmente, decidir lo que quiero y me gustaría ser y hacer en mi vida. Me gustaría que todas las mujeres pudieran tener la experiencia vital de la libertad y el derecho a decidir. Sin embargo, sé que falta mucho por hacer para lograr transformar el «chip» patriarcal de la sociedad y aspirar a un mundo más justo para las mujeres. Ese sigue siendo precisamente el reto del feminismo.

Guatemala, 17 de noviembre de 2016

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