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Por Otto Alvarado, Programa de Prevención de la Violencia Urbana de CIPREVICA

El jueves 3 de noviembre recién pasado, un hecho violento conmocionó a Guatemala. Un hombre ingresó a su casa, asesinó a su esposa y a otra mujer, y disparó contra sus hijos. Posteriormente se suicidó. El motivo que tuvo para cometer estos crímenes -según lo informado por los medios de comunicación- fueron los celos.

El pasado sábado 5 de noviembre, circuló en las redes sociales la noticia del asesinato de una mujer a machetazos, en el municipio de Joyabaj (departamento de El Quiché). El victimario era hijo de la víctima, un joven de 25 años que no estaba de acuerdo con que su mamá se casara por segunda vez.

Al leer o escuchar estas noticias, lo más común en nuestra sociedad, es pensar que estos hombres padecían de una enfermedad mental, pues solo eso explicaría que hayan sido capaces de hacerle daño a su familia. Pero si observamos a nuestro alrededor las situaciones de violencia de los hombres hacia las mujeres, podemos preguntarnos, ¿los hombres somos ‘propensos’ a desarrollar enfermedades mentales que nos hacen ser violentos con las mujeres?

Ciertamente no todos los días escuchamos este tipo de noticias tan impactantes, pero sí podemos identificar que diariamente se construyen las condiciones sociales óptimas para que estos hechos sucedan. Los ejemplos citados al inicio de este artículo, tienen en común el ejercicio de un poder de dominación de los hombres sobre las mujeres; un poder que se atribuyen, por el simple hecho de ser hombres.

Este argumento se refuerza cotidianamente con justificaciones elaboradas desde el ámbito científico, religioso, político, social y cultural, las cuales también han estado presentes en los grandes holocaustos de la historia de la humanidad, con el fin de legitimar un poder de dominación, utilizando la estratagema de poner en cuestión la condición humana de ‘los otros’ considerados como enemigos: los pueblos originarios, durante la invasión española, los judíos en la Alemania nazi, las comunidades mayas y los ‘comunistas’, durante el conflicto armado interno en Guatemala, solo por citar algunos ejemplos.

Como hombres, debemos reconocer que hemos aprendido socialmente –de manera explícita o implícita- que somos superiores a las mujeres, que somos más fuertes, que somos quienes podemos decidir, quienes merecemos todo tipo de privilegios, que el mundo debe estar a nuestros pies. Pero, ¿qué pasa cuando esto no sucede?, cuando nos damos cuenta de que no podemos hacerlo todo, de que no podemos controlarlo todo, de que no siempre tomamos las mejores decisiones… Entonces siempre nos queda el recurso de la violencia, para imponer el poder que socialmente nos confiere nuestra condición de hombres. ¿Es esto resultado de una ‘propensión’ a la enfermedad mental?, ¿o es la consecuencia de un sistema patriarcal que no nos da más argumentos que nuestra supuesta superioridad ‘innata’ sobre las mujeres?

Hemos aprendido que “la familia es la base fundamental de la sociedad”. ¿Querrá esto decir que, para mantener nuestros privilegios como hombres, los debemos promover desde la familia, como hasta ahora se ha hecho? Desde esta perspectiva, considero que debemos cuestionar nuestro papel en la deshumanización de las mujeres, en la naturalización de la violencia contra las mujeres y en nuestra propia deshumanización. Debemos reconocer que sí somos machistas, porque hemos sido educados para eso; que constantemente somos bombardeados para la reproducción de este tipo de relaciones desiguales con las mujeres, pero también, que podemos ser sujetos en la construcción de nuevas relaciones, en la re-significación de nuestro ser hombres, cuestionando el papel que desempeñamos en la sociedad y los privilegios que nos han sido asignados socialmente. Esto tendrá que llevarnos necesariamente a asumir una postura política proclive a la equidad entre los hombres y las mujeres, y a construir relaciones más igualitarias con las mujeres.

Si realmente queremos contribuir a construir la paz -como mencionaba en mi artículo anterior-, no podemos “hacer cambios para que todo siga como está” , pues lo que necesitamos, es hacer cambios para que todo cambie. Esto debe implicar el diálogo entre hombres y mujeres, que permita el cuestionamiento de las relaciones desiguales de poder, la deconstrucción de las justificaciones que las legitiman y la construcción de alternativas.

Guatemala, 10 de noviembre de 2016

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