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Por Fidel Arévalo León, Investigador del Programa de Prevención de la Violencia Urbana en CIPREVICA

Hace muchos años, en Grecia, un joven ateniense tuvo que pasar por la difícil experiencia de que su mentor fuera ejecutado por el Estado. El cargo por el que se impuso la pena de muerte fue la “corrupción de los jóvenes”. Para los que están familiarizados con esta historia, probablemente ya se habrán dado cuenta de que nos estamos refiriendo aquí a la muerte de Sócrates, y a su más famoso discípulo, que era nada menos que Platón.

Este evento seguramente fue interpretado por Platón como el asesinato de un hombre profundamente sabio, por parte de una masa ignorante, que podía justificar ante sí misma este acto de violencia, precisamente gracias a su ignorancia. No es difícil imaginar que tal suceso motivó a Platón a pensar sobre ¿a qué se debía la sabiduría de Sócrates?, y ¿qué exactamente poseía él, frente a la carencia de quienes lo sentenciaron? En otras palabras, ¿qué es? y ¿cuál es el origen del conocimiento verdadero? Precisamente a la rama de la filosofía que se preocupa por tales cuestionamientos acerca del conocimiento, se le conoce como epistemología.

La respuesta que Platón le dio a este problema resultó siendo muy peculiar, pero para entenderla plenamente es necesario comprender algo muy importante acerca de Platón: independientemente de que uno esté de acuerdo o no con su obra, es imposible negar que el hombre era un genio. Y, como todos los genios, Platón quedó deslumbrado por el poder de sus propias ideas. Después de todo, es a través de las ideas que las personas les damos orden y significado al universo, y estas elegantes e inmaculadas estructuras de significados que armamos en nuestras mentes terminan siendo muy seductoras, incitándonos a aceptarlas como sustitutos válidos de lo real. Eso fue precisamente lo que le terminó sucediendo a Platón, para quien las ideas terminaron siendo más reales, más verdaderas, que la realidad misma. Platón, en su famosa alegoría, cuenta que el mundo real es como una caverna oscura y difusa a la que todos estamos encadenados, mientras que el mundo de las ideas puras existe afuera de la caverna, donde todo es claro y lleno de luz.

La propuesta de Platón es muy radical, y es posible que su desacuerdo con él llevara a Aristóteles, su discípulo más famoso, a adoptar una postura muy distinta: son los sentidos, no las ideas, las que son el origen de todo conocimiento. Sin embargo, esta postura tiene a su vez, al menos un problema serio, debido simplemente al hecho de que nuestra percepción es imperfecta. Nuestros sentidos con frecuencia nos engañan, a menudo malinterpretamos las cosas, e incluso si logramos de casualidad percibir algo perfectamente, nuestra memoria deja mucho que desear. Los numerosos errores en los aportes que Aristóteles trató de hacer al conocimiento, parecen evidenciar justamente estas fallas de los sentidos. Uno de sus desaciertos más famosos es su afirmación de que los objetos pesados caen más rápido que los livianos, mientras que ahora se ha comprobado que en realidad caen a la misma velocidad.

En fin, este contraste entre Platón y Aristóteles ejemplifica claramente lo que ha sido uno de los debates más importantes de la filosofía y la epistemología – la corriente del racionalismo versus la perspectiva empirista. ¿Son las ideas el origen del conocimiento válido y verdadero, o son los sentidos? ¿Es acaso la capacidad de razonar y estructurar ideas prueba suficiente de la existencia, como afirmaba Descartes con su famosa frase “Pienso, luego existo”, o tenía más razón Hume al argumentar que las ideas son nada más copias frágiles de lo percibido? Este tema da para mucho que hablar, pero para no extendernos demasiado, vale la pena únicamente señalar que algunos consideran que todo este problema fue ya resuelto por Kant, en su obra conocida como La Crítica de la Razón Pura. Su solución, en términos muy sencillos, era afirmar que las ideas son como una jarra que se llena con el agua de la experiencia. En otras palabras, si bien las ideas dan forma, orden y estructura al conocimiento, únicamente la experiencia provee la sustancia y contenido del mismo.

Este abreviado recorrido por parte de la historia de la filosofía, sirve demostrar un pequeño e importante punto, y he hecho especial énfasis en Platón porque, genios o no, su caso ejemplifica perfectamente una característica peculiar de la manera en la que pensamos todos nosotros. Y dicho punto es que, a diferencia de lo que creía Platón, las ideas no son objetos reales, a pesar de que, al igual que Platón, con frecuencia los tratamos como tales[1]. Esto incluye muchas ideas que están representadas por el lenguaje común, y que por lo tanto las damos por hechas: la justicia, la belleza, la lealtad, el poder, el Estado, la cultura, la economía, el éxito, la naturaleza, la política… Y, por supuesto, incluye también la idea de la violencia.

Ojo: Al afirmar que la violencia no es un objeto real no quiero decir, para nada, que no haga referencia a fenómenos reales; sería absurdo decir que no ocurren actos y relaciones violentas. Tampoco quiero decir, en absoluto, que la violencia no sea importante sólo por no ser real. ¿Quién diría que el amor o la salud o la nación no sean importantes debido a su su carácter subjetivo? Pero el concepto de la violencia en sí (que, si seguimos la lógica de Kant, nos sirve para estructurar y darle sentido a las experiencias y observaciones de las relaciones y actos violentos), es algo que sólo existe en nuestras cabezas. El problema fundamental que sale a la luz al considerar a la violencia de esta manera, y la razón por la cual es tan útil, es que, como la violencia no es un objeto real pero lo tratamos como tal, entonces cada persona define la violencia de una manera particular pero asume que todas las demás personas la entienden de la misma forma; o, peor aún, que la definición a la que la persona ha llegado, como es obvia para ella, entonces cree que debe tener cierta validez universal. Así como todos más o menos entendemos igual lo que es una mesa o un perrito, así igual, consideramos que hay cierto acuerdo en cuanto este tipo de conceptos tan complejos, lo cual a menudo no es así. Todo esto en sí, sin duda alguna, genera muchas complicaciones desde el punto de vista de la construcción del conocimiento. Sin embargo quizás lo que realmente es más problemático, es que cada definición que existe no es accidental ni producto del azar, sino que responde a una interpretación de la realidad que se quiere legitimar e imponer – interpretaciones que en un lenguaje más académico se denominan como ideologías.

Tomemos, por ejemplo, un concepto que tiene una estrecha vinculación con el de violencia: El concepto de “paz”. ¿La paz es la ausencia de guerra? ¿O es acaso cuando todos podemos vivir en armonía? ¿O es más bien cuando ya se ha derrotado y eliminado a todos los enemigos? Las tres son conceptualizaciones válidas, pero cada una pinta una visión del mundo (de una realidad que se quiere construir) totalmente distinta. Si tomamos el concepto de seguridad, que también está relacionado, nos enfrentamos a una situación similar. ¿La seguridad es la falta de miedo? ¿O es cuando cada persona tiene la posibilidad de desarrollarse plenamente? ¿O, en cambio, es cuando todos los “malos” están presos o muertos? ¿Cuál de estos tres tipos de seguridad permite entender mejor la realidad? Y, ¿son todas estas “seguridades” igualmente deseables?

De esta manera, los conceptos complejos tienen el mismo potencial, tanto para aclarar como para oscurecer, para construir como para dañar. Tal potencial es más asequible cuando sus significados se hacen explícitos.

Revisar la conceptualización de la violencia es una tarea que dejaré pendiente a los y las lectoras. Pretendo, sobre todo, recalcar la importancia, por todo lo ya expuesto, de hacer el ejercicio de definir y explicitar los significados asignados a este tipo de conceptos complejos, cuando se utilizan en las investigaciones. Únicamente dejaré este último elemento a considerar: La muerte de Sócrates, para Platón fue violencia; para el Estado, en cambio, fue justicia. Una de las preguntas que debemos plantearnos, entonces, al considerar este episodio del pasado, es: ¿Cuál de las dos concepciones nos sirve más para crear una mejor sociedad?

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[1] Vale la pena señalar que este argumento no es nada nuevo: las y los lectores sociólogos recordarán que Durkheim proponía que metodológicamente los hechos sociales deberían ser considerados como objetos reales y concretos, aunque no lo fueran; los fenomenólogos, por su parte, ya han elaborado un concepto para referirse al supuesto que la gente hace, acerca de que sus ideas corresponden a objetos reales: la actitud natural.