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Por Jacqueline Torres Urizar[1] – Colaboradora del Centro de Investigación para la Prevención de la Violencia en Centroamérica

El diálogo puede ser un mecanismo para construir y transformar nuestro mundo, si se toma desde una perspectiva liberadora. Desde otro lugar, puede ser utilizado como mecanismo de dominación, tradición donde se enmarcan los procesos de diálogo en Guatemala, contando el proceso de negociación de la paz.

Al analizar los diálogos es importante poner atención a los sujetos, porque vienen con historias y mundos de la vida que van a condicionar el propósito y el fin del proceso, si éstos reconocen sus propias potencias, cuáles son sus discursos y sus acciones concretas. Todo ello permitirá tener claro con quién se establece un diálogo y hasta dónde puede permitir la construcción. Los diálogos –regularmente- están asociados a los pactos establecidos entre sujetos dominantes, y por tanto, pueden dar cuenta de las relaciones de poder que privan en esos procesos.

Saco a colación los diálogos en el XX aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, para evidenciar cómo los marcos de referencia desde donde se piensan, han dado forma a nuestras prácticas políticas y dialogantes posteriores, y en este caso, dinamizaron los caminos que hemos transitado durante más de dos décadas.

Es pertinente decir que la mayoría de análisis sobre los Acuerdos de Paz centran su atención en su implementación. Las posiciones más críticas, que provienen de las mujeres, señalan las trampas que puso a la cuestión organizativa la relación con el Estado, aunque reconocen que aprendieron a no callarse y a perder el miedo, entre otras cosas. Lideresas indígenas señalan que estos acuerdos dieron paso a la explotación de los territorios y han contribuido muy poco a las luchas de libre determinación de los pueblos.

En general, hay muy pocas críticas sobre el proceso de negociación y su contenido final, tal vez porque se respeta el único camino que podíamos transitar como sociedad. Pero ese reconocimiento no me expropia de la mirada crítica que puedo tener del proceso, sobre todo si mi intención es aportar, para no repetir las prácticas dialógicas viejas.

Muchas personas afirman que el espíritu de los acuerdos era transformar las condiciones de exclusión, discriminación y racismo sobre los que descansa la sociedad guatemalteca, pero se olvidan de que no todos querían lo mismo.

El Estado, representado por el ejército y operadores políticos que llevaban la voz empresarial, buscaba terminar la guerra por la imagen negativa que el país tenía a nivel internacional, por violar derechos humanos. No “estábamos” recibiendo los beneficios económicos de organismos internacionales ni inversión extranjera. El cambio de condiciones mundiales hizo que la URNG[2] moviera su estrategia y empezara a ceder asuntos cruciales en materia de derechos humanos, pueblos indígenas, derechos económicos y agrarios.

Los empresarios, que nunca estuvieron de acuerdo en negociar, argumentaron que la URNG era un actor ilegítimo, y de esa cuenta, nunca la reconocieron como interlocutora. Todo el tiempo plantearon recursos de inconstitucionalidad y de ilegalidad sobre el proceso. De haber querido cambiar el Estado, tenían que asumir su responsabilidad histórica en el genocidio, exclusión y discriminación de los pueblos indígenas y campesinos, así como la represión, violencia y prácticas jerárquicas y autoritarias en su forma de hacer política.

Es cierto que coincidían en querer la paz, la democracia y el desarrollo, en ese sentido había un consenso cuya trampa consistió en que, en la mesa de negociaciones, no se discutió a profundidad lo que implicaba para cada sujeto, ni cómo debía llegarse a ello. Así se impusieron las ideas dominantes que, en términos generales, consolidaron el modelo de mercado, con la propiedad privada, la ganancia y la acumulación, como ejes de las actividades de producción; mismas que dan sentido a las prácticas de un sujeto empresarial y centro de la política.

Como sociedad, llevamos casi 30 años reproduciendo prácticas que nos amarran. Los Acuerdos de Paz pueden ser una herramienta para contener la avasalladora fuerza del neoliberalismo, pero para transformaciones profundas, lo dudo, porque además de los vacíos de contenido, las prácticas que los construyeron reproducen formas patriarcales autoritarias, jerárquicas y excluyentes. Fueron diálogos que sirvieron para seguir la trama de la dominación en muchos sentidos y mantener la ilusión de la inmovilidad y la indefensión de las rebeldías y fuerzas transformadoras.

En ese sentido, hay mucho que aprender y honrar de las acciones de resistencia de las comunidades y pueblos indígenas, porque en su auto-reconocimiento, saben que la potencia viene de dentro y de tejer la historia, que al emerger puede establecer diálogos con quienes tengan la capacidad de creación, desde marcos del respeto a la vida.

De esa cuenta, los diálogos otros entre sujetos diferentes, son posibles porque encuentran intereses comunes en sus horizontes de vida y formas de hacer camino; por su capacidad de transformación de las relaciones de poder, de las formas de hacer política y de la realidad misma; porque son responsables de sus vidas, pensamientos, sentires y acciones. De lo contrario, es una negociación con un sujeto empresarial que no cederá ni siquiera el papel reciclado.

Guatemala, 29 de diciembre de 2016

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[1] La autora es colaboradora de CIPREVICA y actualmente se encuentra finalizando el programa de Doctorado del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA) de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH).

[2] Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca.

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